Solemnidad de Todos los Santos
31º Domingo del Tiempo Ordinario
Lecturas
Ap 7, 2-4 . 9-14
1 Jn 3, 1-3
Mt 5, 1-12a
Hoy la Iglesia celebra a todos los santos. De esta manera, recordándolos a ellos, reflexiona sobre sí misma y sobre lo que cada uno de nosotros está llamado a ser.
En la devoción a los santos, en primer lugar, resalta la pluralidad del pueblo de Dios: todos diversos entre sí, con biografías distintas, con contextos diferentes, con situaciones históricas muy dispares: los santos nos recuerdan la infinita variedad de caminos para servir a Dios en el marco de una única fe y un mismo amor.
En la Iglesia, en realidad, todos somos santos desde el bautismo. Antes que ser un voluntarismo moral, la santidad es un don de Dios, que nos regala -gratuitamente y sin merecimiento alguno de nuestra parte- su espíritu, que es espíritu de amor. Ya desde el acto creador Dios nos hizo a su imagen, por tanto se imprimió en nosotros -si bien borrosamente, es cierto- la semejanza con la santidad divina. Pero más todavía por la renovación del bautismo, en el que se graba en nosotros el rostro de Cristo, a quien nos incorporamos verdaderamente.
Es cierto que a este don hay que cultivarlo responsablemente: de ahí que Jesús proponga una serie de actitudes y disposiciones que son las que resumen la santidad. Escuchamos que Jesús invita a la pobreza de espíritu, a la mansedumbre, a la misericordia, a la rectitud de corazón, a la lucha por la justicia y al trabajo por la paz. En esos valores encontramos el camino para alcanzar la plenitud del amor, es decir, la bienaventuranza, la felicidad.
Al celebrar a los santos, la Iglesia también celebra el carácter profundamente humano de nuestra fe. Ellos fueron como nosotros, hombres y mujeres que conocieron las vicisitudes de la vida, y que supieron descubrir a Dios presente en la historia. Frágiles creaturas como nosotros, su ejemplo nos anima a dejarnos conducir por el Espíritu para discernir los signos de los tiempos y responder en cada época y en cada momento con la originalidad de un Dios que no se repite. Así vemos santos que fueron grandes renovadores sociales, otros insignes maestros y doctores, otros predicadores, también madres y padres de familia, jóvenes y niños. Todos encarnados en su tiempo y con la capacidad profética de ver más allá, creando siempre las condiciones para un mundo terreno mejor, que es anticipo y preparación de la Jerusalén celestial.
En la devoción a los santos, en primer lugar, resalta la pluralidad del pueblo de Dios: todos diversos entre sí, con biografías distintas, con contextos diferentes, con situaciones históricas muy dispares: los santos nos recuerdan la infinita variedad de caminos para servir a Dios en el marco de una única fe y un mismo amor.
En la Iglesia, en realidad, todos somos santos desde el bautismo. Antes que ser un voluntarismo moral, la santidad es un don de Dios, que nos regala -gratuitamente y sin merecimiento alguno de nuestra parte- su espíritu, que es espíritu de amor. Ya desde el acto creador Dios nos hizo a su imagen, por tanto se imprimió en nosotros -si bien borrosamente, es cierto- la semejanza con la santidad divina. Pero más todavía por la renovación del bautismo, en el que se graba en nosotros el rostro de Cristo, a quien nos incorporamos verdaderamente.
Es cierto que a este don hay que cultivarlo responsablemente: de ahí que Jesús proponga una serie de actitudes y disposiciones que son las que resumen la santidad. Escuchamos que Jesús invita a la pobreza de espíritu, a la mansedumbre, a la misericordia, a la rectitud de corazón, a la lucha por la justicia y al trabajo por la paz. En esos valores encontramos el camino para alcanzar la plenitud del amor, es decir, la bienaventuranza, la felicidad.
Al celebrar a los santos, la Iglesia también celebra el carácter profundamente humano de nuestra fe. Ellos fueron como nosotros, hombres y mujeres que conocieron las vicisitudes de la vida, y que supieron descubrir a Dios presente en la historia. Frágiles creaturas como nosotros, su ejemplo nos anima a dejarnos conducir por el Espíritu para discernir los signos de los tiempos y responder en cada época y en cada momento con la originalidad de un Dios que no se repite. Así vemos santos que fueron grandes renovadores sociales, otros insignes maestros y doctores, otros predicadores, también madres y padres de familia, jóvenes y niños. Todos encarnados en su tiempo y con la capacidad profética de ver más allá, creando siempre las condiciones para un mundo terreno mejor, que es anticipo y preparación de la Jerusalén celestial.
P. Gerardo Galetto
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