Jesús se detiene frente
a la gran muchedumbre que ve delante de él. La ve como ovejas sin pastor.
¿Cómo mirará Dios a nuestro mundo en tantas ocasiones extraviado
en pujas de poder y dinero, en el consumo y el comercio de drogas, en
reclamar libertades que traen muerte y no vida? ¿Acaso lo mirará con
bronca o resignación? Jesús se compadece, renuncia a su descanso y
se pone a enseñar. Dios tiene compasión y actúa para salvar, y como
a los apóstoles quiere contagiarnos este sentimiento que nos mueva
a acompañarlo en su obra.
El vocablo que usa el
Evangelio para designar la compasión hace alusión a las entrañas
maternas. Dios siente por los extraviados como una madre por su hijo
malogrado. ¿Cómo podremos compartir el corazón del Señor nosotros
que muchas veces miramos la realidad que nos circunda con bronca o indiferencia?
Ninguno de estos sentimientos nos hará fecundos. Se trata entonces
de escuchar la invitación de Jesús: Vengan ustedes solos… Es en la soledad
de la oración, en la meditación de su inmensa compasión por nosotros,
donde se nos hace posible salir de nuestro encierro y sentir por los
demás como siente Él.
Estuvo enseñándoles largo rato. No se
trata de dar a los demás solamente palabras. Él se designa a sí mismo
como Maestro en la lección suprema del lavatorio de los pies, en
la que estaba significada la entrega de su vida como servicio. La compasión,
si es verdadera, nos llevará también a nosotros a renunciar a la comodidad
y a la impotencia, para ponernos a enseñar con actitud sacrificada
y servicial, a dónde Él nos llame, el camino de la vida al mundo extraviado
de hoy.
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