Jesús no pudo obrar
milagros en su propio pueblo, para la gente que desde su infancia lo
conocía y con los que había crecido. Era para ellos motivo de escándalo,
de tropiezo en la fe, su cercanía se había vuelto motivo de cerrazón.
Nuestro Dios se manifiesta
en Jesús como un Dios cercano, que quiere realizar el milagro de transformar
nuestros corazones haciéndolos buenos como sólo Él lo es. Pero para
esto necesita que lo dejemos entrar en la intimidad de la amistad. Puede
ser que prefiramos un Dios lejano, que nos “satisfaga” con muchos
argumentos que dejen tranquila nuestra razón pero que no nos pida comprometernos
en una relación de amor.
Alguien tan simple como
un carpintero, con una Madre y una familia que no se destacaban por
su riqueza, poder y prestigio, clausura cualquier expectativa
buena de parte de los conciudadanos de Jesús. ¿Puede salir algo bueno de Nazaret? había
preguntado Natanael. Es posible que también nosotros esperemos un Dios
“poderoso” que elimine de un plumazo el sufrimiento, el mal ¡y
a “los malos”! y nos deje apáticos alguien que viene a enseñarnos
a llevar la cruz con Él, soportándola con paciencia y humildad y transformándola
así en perdón y Vida.
En la volteada quizá
caiga también la Iglesia, prolongación de la encarnación del Hijo
de Dios. Con las limitaciones y pecados de sus miembros, la humildad
de sus sacramentos y la escasez de medios para actuar en el mundo, ¡cuántas
desilusiones puede causar! Pero, ¡ay si renegamos de esta pobreza!
Allí nos espera Jesús para vivir la gran aventura de la amistad con
Él en la que comprobaremos su poder que triunfa en la debilidad, ese poder que
es el único capaz de obrar el gran milagro de hacer de todos los hombres
la familia de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario