Podemos  ya  desde ahora pregustar la alegría por esa pequeña luz que se  entrevé, que  desde la gruta de Belén comienza a irradiarse en el mundo.  En el camino  del Adviento, que la liturgia nos ha invitado a vivir, se  nos ha  acompañado para acoger con disponibilidad y reconocimiento el  gran  Acontecimiento de la venida del Salvador y para contemplar  maravillados  su entrada en el mundo.
 
La  esperanza gozosa, característica de  los días que preceden la Santa  Navidad, es ciertamente la actitud  fundamental del cristiano que desea  vivir con fruto el renovado  encuentro con Aquel que viene a habitar en  medio de nosotros: Cristo  Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Volvemos  a encontrar esta  disposición del corazón,y la hacemos nuestra, en  aquellos que en primer  lugar acogieron la venida del Mesías: Zacarías e  Isabel, los pastores,  el pueblo sencillo, y especialmente María y  José, los cuales probaron en  primera persona el temblor, pero sobre  todo el gozo por el misterio de  este nacimiento. Todo el Antiguo  Testamento constituye una única gran  promesa, que debía realizarse con  la venida de un salvador poderoso. De  ello da testimonio en particular  el libro del profeta Isaías, el cual  nos hablar de los sufrimientos de  la historia y de toda la creación por  una redención destinada a volver a  dar nuevas energías y nueva  orientación al mundo entero. Así, junto a  la espera de los personajes de  las Sagradas Escrituras, encuentra  espacio y significado, a través de  los siglos, también nuestra espera,  la que en estos días estamos  experimentando y la que nos mantiene en  pie durante todo el camino de  nuestra vida. Toda la existencia humana,  de hecho, está animada por este  profundo sentimiento, por el deseo de  que lo más verdadero, lo más  bello y lo más grande que hemos entrevisto  e intuido con la mente y el  corazón, pueda salir a nuestro encuentro y  se haga concreto ante  nuestros ojos y nos vuelva a levantar.
 
“He  aquí que viene el  Señor omnipotente: se llamará Enmanuel,  Dios-con-nosotros” (Antífona de  entrada, Santa Misa del 21 de  diciembre). Con frecuencia, en estos días,  repetimos estas palabras. En  el tiempo de la liturgia, que vuelve a  actualizar el Misterio, ya está  a las puertas Aquel que viene a  salvarnos del pecado y de la muerte,  Aquel que, después de la  desobediencia de Adán y Eva, nos vuelve a  abrazar y abre para nosotros  el acceso a la vida verdadera. Lo explica  san Ireneo, en su tratado  “Contra las herejías”, cuando afirma: “El  Hijo mismo de Dios descendió  'en una carne semejante a la del pecado'  (Rm 8,3) para condenar el  pecado y, después de haberlo condenado,  excluirlo completamente del  género humano. Llamó al hombre a la  semejanza consigo mismo, lo hizo  imitador de Dios, lo encaminó en el  camino indicado por el Padre para  que pudiese ver a Dios, y le diese en  don al mismo Padre” (III, 20,  2-3). 
 
Nos  aparecen algunas ideas preferidas de san Ireneo, que  Dios con el Niño  Jesús nos llama a la semejanza consigo mismo. Vemos  cómo es Dios. Y así  nos recuerda que deberíamos ser semejantes a Dios. Y  que debemos  imitarlo. Dios se ha entregado, Dios se ha entregado en  nuestras manos.  Debemos imitar a Dios. Y finalmente la idea de que así  podemos ver a  Dios. Una idea central de san Ireneo: el hombre no ve a  Dios, no puede  verlo, y así está en la oscuridad sobre la verdad,sobre  sí mismo. Pero  el hombre, que no puede ver a Dios, puede ver a Jesús. Y  así ve a Dios,  así empieza a ver la verdad, así empieza a vivir.
 
El  Salvador,  por tanto, viene para reducir a la impotencia la obra del mal  y todo  aquello que aún puede mantenernos alejados de Dios, para  restituirnos  al antiguo esplendor y a la paternidad primitiva. Con su  venida entre  nosotros, Él nos indica y nos asigna también una tarea:  precisamente la  de ser semejantes a Él y de tender a la verdadera vida,  de llegar a la  visión de Dios en el rostro de Cristo. De nuevo san  Ireneo afirma: “El  Verbo de Dios puso su morada entre los hombres y se  hizo Hijo del  hombre, para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y  para  acostumbrar a Dios a poner su morada en el hombre según la voluntad  del  Padre. Por esto, Dios nos dio como 'signo' de nuestra salvación  a  aquel que, nacido de la Virgen, es el Enmanuel” (ibidem).  También  aquí hay una idea central muy bella de san Ireneo: tenemos  que  acostumbrarnos a percibir a Dios.Dios está normalmente alejado  de  nuestra vida, de nuestras ideas, de nuestro actuar. Ha venido junto  a  nosotros y tenemos que acostumbrarnos a estar con Dios. Y,  audazmente,  Ireneo se atreve a decir que también Dios tiene que  acostumbrarse a  estar con nosotros y en nosotros. Y que Dios quizás  debería acompañarnos  en Navidad, acostumbrarnos a Dios, como Dios se  tiene que acostumbrar a  nosotros, a nuestra pobreza y fragilidad. La  venida del Señor, por  ello, no puede tener otro objetivo que el de  enseñarnos a ver y a amar  los acontecimientos, el mundo y todo lo que  nos rodea, con los mismos  ojos de Dios. El Verbo hecho niño nos ayuda a  comprender el modo de  actuar de Dios, para que seamos capaces de  dejarnos transformar cada vez  más por su bondad y por su infinita  misericordia.
 
En  la noche  del mundo, dejémonos aún sorprender e iluminar por este acto  de Dios,  que es totalmente inesperado: Dios se hace Niño. Dejémonos  sorprender,  iluminar por la Estrella que inundó de alegría el universo.  Que el Niño  Jesús, al llegar a nosotros, no nos encuentre sin  preparar, empeñados  solo a hacer más bella y atrayente la realidad  exterior. Que el cuidado  que ponemos en hacer más resplandecientes  nuestras calles y nuestras  casas nos impulse aún más a predisponer  nuestra alma para encontrarnos  con Aquel que vendrá a visitarnos.  Purifiquemos nuestra conciencia y  nuestra vida de lo que es contrario a  esta venida: pensamientos,  palabras, actitudes y obras, impulsándonos a  hacer el bien y a  contribuir a realizar en este mundo nuestro la paz y  la justicia para  todo hombre y a caminar así al encuentro del Señor.
 
Signo  característico  del tiempo navideño es el belén. También en la Plaza de  San Pedro,  según la costumbre, está casi preparado y se asoma idealmente  sobre  Roma y sobre el mundo entero, representando la belleza del  Misterio de  Dios que se hizo hombre y puso su tienda en medio de  nosotros (cfr Jn  1,14). El belén es expresión de nuestra espera, de que  Dios se acerque a  nosotros, de que Jesús se acerque a nosotros, pero  también de la  acción de gracias a Aquel que decidió compartir nuestra  condición  humana, en la pobreza y en la sencillez. Me alegro porque  permanece  viva, e incluso se está redescubriendo, la tradición de  preparar el  belén en las casas, en los lugares de trabajo, en los  lugares de  encuentro. Que este testimonio genuino de fe cristiana pueda  ofrecer  también hoy para todos los hombres de buena voluntad un icono  sugerente  del amor infinito del Padre hacia todos nosotros. Que los  corazones de  los niños y de los adultos puedan aún sorprenderse ante él.
 
Queridos  hermanos  y hermanas, que la Virgen María y san José nos ayuden a vivir  el  Misterio de la Navidad con gratitud renovada al Señor. En medio de  la  frenética actividad de nuestros días, que este tiempo nos dé un poco  de  calma y de alegría y nos haga tocar con la mano la bondad de  nuestro  Dios, que se hace Niño para salvarnos y dar nuevo aliento y  nueva luz a  nuestro camino. Este es mi deseo para una santa y feliz  Navidad: lo  dirijo con afecto a todos vosotros aquí presentes, a  vuestros  familiares, en particular a los enfermos y a los que sufren,  como  también a vuestras comunidades y a vuestros seres queridos.
 
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