Nuestra Señora de Belén

Horarios de Misa

Jueves: 19.30hs.
Sábados: 20 hs.
Domingos: 10 hs. Misa para niños, y 20 hs.

Confesiones: después de Misa.

Bautismos: segundo y cuarto domingo de cada mes.


Secretaría Parroquial


Jueves: 18.30 a 20 hs.
Sábados: 18.30a 20 hs.
Domingos: 11 a 12 hs.


CARITAS

Martes de 14 a 18 hs.



Nuestro Párroco

Pbro. Daniel Gazze



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domingo, 6 de septiembre de 2009

Homilía Dominical

23º Domingo del Tiempo Ordinario
Lecturas
Is 35, 4-7a
St 2, 1-5
Mc 7, 31-37

Todos los milagros de Jesús son un testimonio del cumplimiento de la promesa de Dios y de la instauración de su Reino. En realidad, el Reino es una Persona: el mismo Hijo de Dios encarnado. Cuando decimos en el Padrenuestro: "que venga tu Reino", le estamos diciendo a Jesús: "vení vos mismo a salvarnos, a encontrarte con nosotros, a redimirnos".

Esa era la promesa del Antiguo Testamento, que escuchamos en la primera lectura. A través de Isaías, Dios le decía a su pueblo: "no teman, fortalezcan los corazones vacilantes porque Yo en persona vendré a salvarlos". Y agregaba que el signo de esa venida era: "se abrirán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos, se soltará la lengua de los mudos, los tullidos saltarán como una gacela".

Cuando Jesús cura al sordomudo, está dando cumplimiento a esta promesa. Está indicando que con Él llega el Reino, y que el hombre es redimido, rescatado del desorden. Parecería que vuelve la armonía que perdimos cuando el pecado original nos arrojó del paraíso en el que Dios nos había creado.

Abrir los oídos y soltar la lengua son signo de la salvación total e integral de toda la persona humana y de todas sus dimensiones. Los oídos y la lengua nos refieren a dos características fundamentales de la condición humana: escuchar y hablar.

El lenguaje es uno de los dones más importantes que el Creador concedió a los humanos. Más aún, podría decirse que somos humanos porque tenemos palabras. Por el lenguaje, somos capaces de salir de nosotros mismos y entablar relaciones con el prójimo, comunicándonos y entrando en comunión con ellos. En la visión católica, el infierno es la eterna cerrazón sobre sí mismo, la eterna incapacidad para salir del propio yo. Por el lenguaje, en esta vida terrena, somos capaces de abrirnos a los demás y realizar el dinamismo más profundo y pleno de la condición humana que es el ir al encuentro del otro.

Claro que el lenguaje y la palabra tienen la contracara, que es la escucha. El saber recibir el mensaje del hermano, el dejar que llegue a nosotros. Escuchar es actitud contemplativa y percibir también lo que se dice sin palabras. Es atención, es sensibilidad para percibir las necesidades ajenas antes de que las digan. Cuando no escuchamos, nos deshumanizamos.

El escuchar es una actitud religiosa -escuchar a Dios y a su palabra-, es una actitud humana -escuchar al hermano- y al mismo tiempo indica un profundo compromiso social. La segunda lectura nos hablaba de esto cuando mencionaba la preferencia de Dios por los más débiles y desamparados. Y nosotros, ¿los sabemos escuchar? ¿los asumimos, los interpretamos, nos comprometemos? El oído no es sólo una metáfora poética, sino que también tiene estas perspectivas sociales y políticas.

Cada uno de nosotros podría, entonces, preguntarse: ¿sé escuchar? ¿Valoro las palabras y opiniones ajenas? ¿Sé hacerme escuchar cuando tengo algo valioso que decir o me dejo ganar por la timidez, el respeto humano o una falsa modestia? También sobre "la lengua": ¿soy serio en mis palabras o me sumo a la superficialidad del ambiente? ¿Creo en lo que digo? ¿Soy coherente con lo que opino o manifiesto en mi hablar?

Por último, la imagen de la curación del sordomudo nos lleva a pensar en el modelo de creyente que nos han propuesto los Obispos del continente latinoamericano en el documento de Aparecida. El paradigma es: "discípulos y misioneros". El oído hace referencia al discípulo, al que escucha para aprender, al que se deja enseñar por el maestro. La lengua sugiera la actitud del misionero, del que habla para dar testimonio de su experiencia de fe. Claro que el misionero depende del discípulo, porque no podemos transmitir lo que no conocemos; y también es cierto que el discípulo deja de serlo si no asume el compromiso de transmitir y compartir lo que vive.

Concluyamos, entonces, pidiendo al Señor que abra nuestros corazones para escuchar su palabra y abrirnos al encuentro de los demás.

P. Gerardo Galetto

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